FUENTE:http://abcblogs.abc.es/espejo-de-navegantes/2013/11/24/el-dia-que-soldados-ingleses-de-nelson-y-espanoles-compartieron-patio-de-armas/
“Nada esta perdido si tienes voluntad de triunfar”. Antonio Gutiérrez. Oficial Español y comandante general de las Canarias.
“Siendo gravemente herido en el cumplimiento de su deber, y que finalmente había dado su vida inestimable, por la gloria de su rey y la patria”.
Vida y logros del Comandante del oficial de la Terpsicore, comandante Bowen. Naval Cronicle.
SOLANO FECIT .SEVILLA AÑO DE 1768 .Escudo de cuatro cuarteles con las armas de Castilla y León y la leyenda “Carolus III. Lema grabado en la lámpara del cañón “tigre” que defendió la plaza de Santa Cruz de Tenerife ante el ataque Inglés.
El óleo estaba cuarteado por el paso del tiempo sobre aquella madera de Nicolás Alfaro. El azul del cielo, me atraía poderosamente. Junto a las grietas del oleo “un celestón pasteloso”, esta claro que se el autor pretendía pintar un cielo radiante típico de verano. Me encontré de bruces con aquel cuadro, un lienzo que contenía una confusa imagen. Tropas británicas y españolas unidas en un mismo patio de armas…¿y en tiempos de guerra?. ¿Cómo podía ser esto?. Aquella contradicción me llamó poderosamente la atención y allí que estuve durante un buen rato escudriñando detalle a detalle el cuadro. El óleo de Alfaro nos mostraba una calurosa mañana de finales de Julio. El día en el que se produjo la capitulación de las tropas británicas en Santa cruz de Tenerife en el año de gracia de 1797. En la plaza de la Pila. La bandera Española capitanea la escena. En un día en el que las casacas rojas, flamígeras ellas, desfilaban en columna ante la bandera hispana. Nobleza ordena. Nelson había sido derrotado en la batalla. Los más de trescientos ingleses rodeados en el convento de los capuchinos, tenían que mostrar ahora sus armas como vencidos, y capítulo seguido embarcar en sus naves para reconstituir sus heridas. Nada mas salir de la puerta de la Pila; “escopeteaos”, rumbo a cualquier puerto del Imperio. “We got a good kick in the ass”, repeterían más de uno de aquellos infantes para su interior…Junto a esa patada en el trasero, Nelson casi perdió la vida. Y Antonio Gutiérrez, ese veterano y viejo soldado ya por fin…se pudo jubilar. A partir de ahora tendría algo importante que contar a sus nietos. Junto a los suyos, cazadores, regulares, marinería e incluso aguadoras, todos juntos; cargados de inteligencia y valentía, consiguieron vencer a la armada invasora en Santa Cruz de Tenerife. Merece la pena conocer su historia. E l cuadro de Alfaro, es una buena excusa para adentrarnos en la misma. Allí en una esquinita del museo naval, y con un tamaño discreto, si te concentras, te encontrarás con toda una ventana abierta. Para más inri, uno de los voluntarios del Museo, que tan magistralmente lo conocen, y que tan amablemente lo muestran a las visitas guiadas; se encuentra explicando a un grupo de cuatro rubicundos ingleses la cuestión de Gibraltar, ante el enorme óleo impresionante del combate en la bahía de Algeciras de Antonio González Gallego. Tras la explicación de este, y con la atenta mirada de Francisco Javier Winthuyssen y Pineda, jefe de la escuadra de la Real Armada, que le toca mirar hierático desde su óleo, no había más remedio que llegar a esta modesta esquina donde, desde hace siglos, y como primeros inquilinos, se encuentran las pinturas de Maffiotte y de Alfaro. Ambas pinturas, nos describen la derrota de Nelson en Santa Cruz de Tenerife. Espere tranquilamente a que llegará el turno de la explicación de aquel episodio histórico. Di un paso atrás, y me coloqué junto a la popa del navío de Linea del Santísima Trinidad, que encerraba aquella vitrina. Tocaba escuchar en la lengua de la Anglaterra aquel episodio. No me lo perdería por nada del mundo. Era un delicioso deja vu de la historia…
El primer plan se lo propusieron a Nelson, tres de sus comandantes en la cámara del barco insignia poco antes del desembarco. En esta primera fase del plan de ataque, sería ejecutado bajo las ordenes del comandante Thomas Troubridge, quien tendría bajo su mando a los oficiales Hood, Freemanle, Bowen, Miller y Waller, el capitán de tropas marinas Tomás Oldfiel, y el subteniente de artillería Baynes. Nelson mismo lo aprobó, y estos primeros desembarcos, fracasaron. Pero por “el honor de su rey y por el de Inglaterra”, decidió hacer otro intento. Decidió en última instancia atacar frontalmente las defensas. Sería el ataque decisivo. Por lo peliagudo del asunto, en la carta a su almirante en jefe, Jervis, le garateaba rápidamente ; “al día siguiente (tras el ataque) estaría coronado de laureles o de ciprés“. Quería decir que estaría vivo o muerto. Y no se equivocó demasiado…
La escuadra inglesa fondeaba preparada para el ataque, 393 bocas de fuego, frente a las 48 Españolas y un buen número de hombres experimentados y armados que enfilaban la playa de La Carnicería. Ingleses gritando desde la borda y asistiendo al espectáculo de la pólvora y la noche ante las murallas del litoral del castillo de San Cristobal. Llegaban de nuevo aullando, pero Gutiérrez, comadante general de Canarias, les había preparado una sorpresa, o mejor dicho varias. Ideó un plan efectivo de defensa, reforzando las fortificaciones y tejiendo una red entre los diferentes fuertes, para que cubriesen entre unos y otros sus puntos de tiros, haciéndolos por tanto muy efectivos. Tras el primer bombardeo de la noche anterior, ahora tocaba llevar a las fragatas a poniente, para intentar engañar a Gutiérrez. Pero el “viejo”, estaba experimentado. Ya los había expulsado del puerto Egmont en la gran Malvina en 1770 y en la recuperación de Menorca en 1782. Conocía bien como se las gastaban, y les había preparado una defensa a cara de perro.
Y ya la misma noche se había ordenado que las fuerzas de la altura del paso se incorporaran a Santa Cruz, defendiendo con todo hombre disponible la ciudad. Reforzando principalmente las defensas. A las once, embarcaron en las lanchas, y como mandan los cánones en un desembarco que se precie, aquello no paraba de moverse. La mar estaba agitada y al igual que les ocurrió a sus fragatas, a los botes le quedaba lo mismo. Bregar como fuese con aquella endiablada situación. Seis fuerzas de desembarco guiadas por cinco comandantes y por el propio Nelson, que iba en el cuarto bote. Los infantes de marina armados con fusiles. El resto con chuzos y hachas de abordaje. En total cerca de 1300 hombres de armas. Enfrente. Campesinos, artilleros, milicianos y marineros de la fragata Francesa La Mutine, algunos marinos sueltos y los infantes del regimiento regular; 1669 hombres contados. Y un castellano cerrado y valiente de tierra adentro. De Aranda de Duero.
Mientras la bombarda tiraba sobre el bastión de Paso Alto, las lanchas de desembarco y la balandra Fox, se dirigían al muelle. Lugar donde Nelson decidió realizar finalmente el desembarco y el golpe decisivo. A la fragata Española San José, y el correo “Reina Maria Luisa”, que venía de Cuba y les pilló in fraganti todo el fregado. Con los ojos como platos sus marinos avistaron el engaño, siendo testigos de primera línea de lo que se le venía encima. Butaca d primera para el espectáculo de pirotecnia que vendría a continuación. Abrieron inmediatamente fuego entre la noche, sumándose en cuestión de minutos todos los cañones que Gutiérrez puso enfilados en el costado de la playa. Estaban demasiados expuestos a la línea defensiva y les tiraron a bocajarro. El primer resultado, hundimiento de la balandra y sus casi centenar de hombres que iban en su interior. Con la balandra se hundían las municiones, pólvora, escalas y avituallamientos necesarios para el asedio. Jaque alfil. Una vez hundida la balandra, la línea de cañones también le tiraban a las lanchas. La mayoría de estas no vieron muelle y se dirigieron más al sur por las inclemencias de esa mar que Nelson maldijo el día anterior con un claro “una fuerte ráfaga de viento, que soplaba de afuera y una corriente contraria”. En la pintura de nuestro cuadro es perfectamente visible esos rizos y el movimiento continuo y violento de la mar. Nelson, con su decisión y capitanes casi llegaron a alcanzar la boca del muelle. A unos metros de tocar tierra Española, el comandante en jefe recibiría el latigazo que muerde la carne en su codo y antebrazo. Resulta gravemente herido por un casco de metralla de uno de los cañones clavados en el fuerte. Sangrando notablemente, su hijastro, el teniente Nesbitt le hace urgentemente un torniquete con su cinturón y ordena a los marineros de la embarcación dar inmediatamente la vuelta al Theseus.
El cirujano de a bordo le imputa directamente el brazo. Allí comenzaría su leyenda de marino de guerra amputado. Como ocurría con nuestro Blas de lezo. La guerra dejaba su huella en forma de cicatrices y de mitos, otros dirían bien que leyendas. Eran tiempos aún en los que el oficial al mando, daba ejemplo en la batalla. Eran tiempos aún en los que la iniciativa, agresividad, confianza en si mismo y sentimiento de camaradería acompañaba a los oficiales de mar y de guerra. También les acompañaba al otro lado de la vida, en el caso de que aquella bala pérdida alcanzase su pecho. En aquel momento y aquella noche, un cañón de bronce le mordió para siempre el brazo. Actualmente aquella pieza de bronce, es conservado en el Museo del Castillo de San Cristobal en la Plaza de España en Santa Cruz, con muchos otros objetos, como las banderas del buque insgignia el HMS Theseus (74 cañones) y de la fragata HMS Emerald (36 cañones)
En torno a 700 hombres consiguieron desembarcar en torno al Barranquillo del aceite y por la caleta de Blas Díaz. Y allí se encontraron, gritando felonías en Gales o en acento de Dorset. Con sus banderas de la Unión Jack avanzaron rápidamente en medio de la oscuridad, a trompicones, entre balas y pólvora por la boca del muelle. En esta ocasión, sin carismático capitán y al descubierto de los cerrajazos a bocajarro de los defensores. Aquel temerario plan los dejaba de bruces, frente al castillo de San Cristobal, de frente a ese mortífero fuego de metralla y fusil, que incluían los cañones navales de 24 libras que clavaría Gutierrez en las almenaras del fortín. A sangre y fuego, y con la bandera Española arriada en mástil, se produce el violento ir y venir de la metralla escupida a mansalva por los fúsiles de la defensa. Si os fijaís, es posible verlo atentamente en la esquina inferior derecha del cuadro. Vaya como los reciben. Al capitán Bowen, al mando de la fragata Terpsicore, tendrían que preparar honroso funeral en la catedral de Westminster. Caía honrosamente con aquella oleada de infantes de marina en el furioso embate. Ya tan solo le quedaría un recuerdo de níveo mármol y gloria de estandartes allá, en Londres. No era posible. Aquella tormenta de ira no dejaba lugar para protegerse. Los escasos supervivientes se defendieron en una caseta de aquel odioso muelle.
Mientras en la playa, las lanchas se golpean unas contra las otras. Lo normal de un desembarco. Tras el fuerte oleaje y aquella maldita playa llena de rocas traicioneras, aquellos cascos se golpeaban sin orden ni concierto unos contra otros. Muchos ingleses morirían allí ahogados entre la confusión y la oscuridad, la fatiga y el fuego. La única salida para los infantes de marina era avanzar y avanzar. No podían retroceder y a eso se entregaron. Marchando a ciegas, el grupo armado llega al convento de Santo Domingo. Desde allí Troubridge, al mando de la operación tras la caída de Nelson, creía entre la esperanza y el temor, la posibilidad de rendir la plaza. La confusión de la batalla podría jugar en su favor y era la última carta que le quedaba para jugar. Al menos, habían alcanzado la ciudad. Algunas lanchas volvían en otra oleada con la intención de desembarcar. Entre los aullidos de dolor, Nelson debía mandar más hombres al ataque. La desesperanza se volvió contra ellos, y mandó más lanchas a la playa. Al acercarse, tres de ellas son hundidas por la eficacia de los artilleros de la plaza. Gutiérrez, de forma presta, movió sus fuerzas y fijó a los británicos en sus posiciones. Ocupó el muelle para evitar la llegada de refuerzos y aumentó la intensidad del cerco alrededor de la iglesia de Santo Domingo. Todos los intentos de ayuda de Nelson a sus hombres cercados fueron inútiles. Gutiérrez devolvía orgullosamente y convencido su ultimátum. La plaza no se rendía bajo ningún concepto.
Aquello era el final de su arrogancia. Pretendían tomar la plaza y fueron derrotados. Al innegable genio de Nelson en la mar se le atragantaban los asaltos terrestres. Imperdonable no haber tomado precauciones alguna cuando se aproximaron a la isla, tal y como nos recuerda Pedro García Rodríguez; ” Sobre las cuatro y media de la madrugada, Don Domingo, oteando a través de la oscuridad vislumbró una serie de siluetas de navíos, inmediatamente dio aviso a sus compañeros, uno de los cuales se desplazó al pueblo de Igueste y despertando al barquero, aparejaron el bote, (que en la época era el medio de transporte más rápido entre Igueste y Santa Cruz) e iniciaron de inmediato la travesía hacía la plaza y puerto en el bote de éste, a las siete y media de la mañana entregaban el aviso en la fortaleza de San Cristóbal”. A partir del momento en que el General Gutiérrez recibió el parte de la atalaya de Anaga, comenzó a impartir las ordenes oportunas para poner la plaza en estado de defensa. Y es lo que hizo. Además muy bien. Y no sólo, no tomó las debidas precauciones de secreto y sigilo Sir Nelson, para asegurarse el desembarco. Parece que su inteligencia naval no conocía a ciencia cierta, cuantos hombres y de que naturaleza defendía la plaza. Parece que atacaba con eso que la historia nos ha enseñado que es una mala compañera en la batalla; la arrogancia. Una vez estuvo metido de lleno en ella, impacientemente, y tras desembarco fallido en las playas, ordenó un ataque frontal y decisivo a quemarropa contra un fuerte previamente guarnecido. Lo pagaría caro. Una valentía que siempre acompañaba a Nelson, y que nunca le hizo perder en vida batalla, siempre que estuviese acompañado por los vaivenes de la cubierta y el trapo blanco de sus velas. Cuando pisaba tierra, se tornaba en temeridad, como le ocurrió en Puerto Rico, donde también casi perdió la vida. Cosa del destino, o simplemente cuestión de conocer a las personas, como le ocurría a Gutiérrez.
Troubridge envió a Hood para capitular (cuestión esta de la rendición en Santa Cruz de tenerife que curiosamente en su historial de guerra, parece obviar). Podo después tendrían conocimiento que la capitulación se firmaría al día siguiente en el Castillo de San Cristóbal. Para conocer los términos de la misma, previamente hubo de acercarse el teniente Carlos Adam a la nave capitana inglesa donde yacía Nelson malherido, tenía que acordar con él, los términos de la rendició. Y parece que aún eran tiempos de caballeros y honor en aquello de las derrotas y la victorias.
Como mandaban los cánones, una vez capitulados o victoriosos; el ceremonial de rigor. De salidas y vítores. De entregas y reconocimientos. Redoble de tambores. Saludas a las banderas. Unas palabras entre los oficiales. Unos humillados. Otros victoriosos. Y las apretadas filas de soldados que abandonan aquel infernal lugar. Entre las encaladas fachadas de las casas, entre sus anóninas ventanas, decenas de miradas que observan silenciosamente la escena. Los tinerfeños tuvieron incluso que dejar lanchas a los soldados británicos heridos para que volviesen a sus naves, cuyas velas desafiantes del Theseus, el Culloden y el Zealous se encontraban en el horizonte, más allá de los muros del castillo. En su interior, las apretadas filas de infantería de marina, en número de cerca de 2000 que juraban tomar la ciudadela, costase lo que costase.
Los tinerfeños, tras recorrer el campo de batalla, entregarían en los reales almacenes el fruto de la victoria encontrados en la playa o el muelle. Entre ellas y comenzando con los paños de la victoria. Dos banderas de combate. Una de ellas la de la fragata Emerald, que encabezó el ataque al muelle y a la vanguardia de aquella cerrada formación de infantes de marina que aguantaba la granizada de metal y fuego de aquella terrible noche. Numerosos fusiles, cajas y tambores de guerra, que bellamente engalanados y pintados con sus incursiones, eran considerados como bellos e únicos trofeos de guerra. Los ingleses tuvieron 226 muertos y 123 heridos. Del bando Español murieron 25 hombres y 33 fueron los heridos que pudieron seguir viéndolo. Y toco silencio. Al día siguiente sería la capitulación de aquella escuadra británica, cuyo León, rugía dolorosamente en las cubiertas de las fragatas en el horizonte de la mar. No olvidaría nunca aquel lugar. De hecho nunca más se acercó a él.
Gutiérrez atendió favorablemente la rendición de los ingleses. Ríos de tinta sería lo que se verterían a lo largo del siglo XIX por dejar escapar aquellos centenares de prisioneros casacas rojas. Posiblemente cargados de razón tras los saqueos, que posteriormente sufrirían las ciudades Españolas de Badajoz y Ciudad Rodrigo entre otras. Pero Gutiérrez era un caballero Español, el recuerdo de aquellas palabras que otrora se escuchaban entre los salones de los palacios más poderosos del mundo y que decían “los Españoles, aún de estatura pequeña, preferían la muerte a la deshonra, la grandeza de su corazón les da aliento y los ha hecho temibles dueños del mundo” . Estas estrofas, acompañaban l ruido de las botas al pisar los salones. También en sus aguerridos semblantes. De las misma madera y los laureles de de caballero que adornaban y anuciaban el rastro de oficiales como Churruca, Alcalá Galiano o Cayetano Valdés. Nobleza obliga, estos oficiales de mar y de guerra aún tenían la estela de las “generaciones de caballeros”. Y aún fue más allá. Gutierrez, realizo un gesto inusual ante el cual todos los británicos quedaron sorprendidos. Entrego a las tripulaciones 750 litros de vino y fruta fresca para buena parte de los derrotados. Las corteses cartas y los obsequios que se intercambiaron demostraron aquellos actos.
Nelson, sin calmantes y analgésicos le envió un queso y un barril de cerveza, posiblemente para que se lo tomase a su salud y a su victoria. Este, le correspondió con vino. Por supuesto de la tierra. Para qué supiese cual era el sabor y la firmeza de los valientes de España. También se le pedió a Nelson que en su retirada a Inglaterra llevase un documento, escrito en Español a Cádiz. Debía dejarlo en el puerto Español. Era el parte de guerra de Gutiérrez que decía, “victoria mi rey”. Era el peso de la historia y la tradición. Lo siento Nelson. En esta ocasión perdiste. Cosas del destino y de la vida.
Y después de todo esto vino el olvido durante siglos. Actualmente, cada año en el mes de julio tiene lugar la recreación de la Gesta, cada 25 de julio. En la misma, soldados, ataviados con fieles reproducciones de uniformes y armamento de la época, rememoran la victoria de Santa Cruz de Tenerife sobre las tropas británicas.Se encargan de ellos esas asociaciones recreacionistas que tanto bien hacen a la historia para recuperarla. La víspera del ataque se abrió una tronera en el muro del Castillo de San Cristóbal, donde se colocó un cañón a baja altura para dificultar el desembarco inglés en la playa que separaba este castillo del de San Pedro. Es posible que, como indica la tradición, se tratara del Cañón Tigre. El agudo ingenio de Gutierrez, cubrió magistralmente con la artillería el acceso a la fortaleza. Buena parte de aquel éxito. Nelson y Jervis planeaban conquistar una a una, todas las islas canarias a raíz del ataque principal a Santa Cruz de Tenerife. Se equivocaron. En la actualidad, un pequeño busto y una deteriorada placa conmemorativa en la ciudad, para muchos aún desconocidos, no hace honor a tamaña gesta. Es lo que tiene nuestro país, llen de olvido. En el caso de Santa Cruz de Tenerife y el ataque de Nelson, en la actualidad y entre otros, menos mal que Jesús Villanueva Jiménez, con su novela “El fuego de bronce”, o el propio Pérez-Reverte con sus constantes loas a la historia naval y marítima de España, no olvidan este aún desconocido episodio para muchos, de nuestra historia.
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