Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo. Unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen, y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen.
–Eduardo Galeano
Los ingleses siempre han tenido la habilidad para ocultar sus derrotas hasta hacerlas parecer una pelea de kindergarten, trifulcas de callejón o rumores en lontananza, así como quien no quiere la cosa. Los españoles, sin embargo, magnificamos nuestros fracasos cuando la realidad de la historia nos dice que la economía y su brazo armado, los ejércitos, funcionan por asaltos en un vaivén pendular ora favorable ora desfavorable.
Las muchas, y en general fructíferas, invasiones de Inglaterra llevaron sello español durante 400 años
Tenemos un gusto insano por el autoflagelamiento y una amnesia aguda ante las gestas de nuestros antepasados.
Las muchas, y en general fructíferas, invasiones de Inglaterra –por otra parte un gran rival–, llevaron sello español durante cuatrocientos años. No hay que olvidar que la reina Isabel I de Inglaterra, mientras que condenaba a Drake al ostracismo, hacia alarde de la victoria (en realidad desastre sin paliativos) de la Contraarmada que ataco La Coruña y Lisboa al año siguiente del fracaso de nuestra Felicísima Armada.
La historia de España es grandiosa y desconocida, a la par que deformada. No se es español de izquierdas o de derechas, se es español. Los asuntos internos nos pueden llevar a concluir si queremos el potaje con chorizo o con grelos, pero nunca a perder la identidad de la madre que nos alumbró. Además, debemos recordar que un pueblo sin historia al igual que una persona sin pasado, pierden su identidad y se convierten en amalgama, o lo que es lo mismo, se acaba dejando de jugar en primera división, se visita el Hades, y, cuando esto ocurre, nunca se sabe por cuánto tiempo.
Parece que desde que el normando Guillermo el Conquistador en 1066 les aplicara un severo correctivo en Hastings, al sur de Londres, batalla que quedó reflejada para la historia en el famoso tapiz de Bayeux, hasta que los alemanes en los prolegómenos de la II Guerra Mundial invadieran las islas del Canal con más simbolismo que otra cosa, no había ocurrido casi nada en ese interregno. Pues nada más lejos de la verdad.
Guillermo I 'El Conquistador'
Resulta que durante cerca de cuatro siglos, desde mediados del XIV hasta entrado el XVIII, primero los castellanos y más tarde la Corona española, visitaron con una frecuencia sostenida y muchas veces contundente, a los arrogantes isleños del otro lado de Canal de la Mancha. Por supuesto, la historia oficial de los británicos aplica una severa cortina de silencio o Damnatio Memoriae sobre los hechos irrefutables de las diferentes invasiones y desembarcos acontecidos, para así no perjudicar su imagen de inexpugnables.
Ya el insigne almirante castellano Sánchez de Tovar montaría en cólera tras la quema por la flota inglesa del Conde de Salisbury de siete naves mercantes castellanas ancladas en la rada de Saint-Malo en marzo de 1373, tras pasar a cuchillo a todas las tripulaciones. Ocurría esto en el contexto de la Guerra de los Cien años. Esta provocación inglesa supondría a posteriori el saqueo e incendio del puerto de Londres en un memorable y audaz ataque de este ilustre marino.
Para tragedia de los castellanos, el botín embarcado en las rapidísimas galeras de bajo bordo debería de ser devuelto al mar casi en su totalidad. Tal era la magnitud de lo embarcado, que el agua del proceloso mar desafiaba los más elementales principios de Arquímedes, hasta el punto de que hubo que retornar al fondo del Canal de la Mancha una gran parte de lo incautado. Pero la cosa no quedó ahí.
Unos años más tarde, la tragedia de la Empresa de Inglaterra o Felicísima Armada –apodada por los ingleses como la Armada Invencible– supuso la pérdida de la cuarta parte de las naves a manos de las fauces atlánticas en aquel desafortunado tiempo desatado. El imperio español habría tenido la oportunidad de destrozar a la armada inglesa en Plymouth de haber seguido las instrucciones del almirante vasco Juan Martínez de Recalde, segundo comandante de la Armada, intentará nuevas acometidas.
En ese año de 1597 una nueva fuerza superior a la de la armada de 1588, se ponía en marcha con la clara intención de llevar a cabo el propósito de invadir las islas británicas
El 26 de julio de 1595, Juan del Águila y su segundo, el capitán vizcaíno Carlos de Amezqueta, en un arrebato más que temerario y que ha pasado a los anales de la historia militar de todos los tiempos, decidieron pegar fuego a media docena de ciudades en la costa suroeste de Inglaterra. El resultado se saldó con la incautación de todo lo que tuviera algún brillo, de la cerveza acumulada en tinaja y pellejo, y del indulto del único pub de Mousehole, ciudad de referencia (entonces), de la durísima costa de Cornualles.
En ese año de 1597, ya entrado el otoño, una nueva fuerza superior a la de la armada de 1588, se ponía en marcha con la clara intención de llevar a cabo el propósito de invadir las islas británicas. Más de 160 barcos diseñados con alto bordo y bien artillados, y con una marinería bien entrenada, ponían sus miras en la gran empresa que venía resistiéndose desde hacía años.
Hay que recordar que antes de que se armara esta segunda flota, cerca de dos millares de náufragos de la infortunada armada, habían arribado –que no invadido–, de forma dislocada y arbitraria, a Irlanda y Escocia luchando con diferente suerte contra fuerzas abrumadoramente superiores. Los irlandeses, muy dispuestos y afines a la causa católica, albergaron y escondieron a muchos de ellos.
Nuevamente, las tormentas frustrarían la operación española, aunque en esta ocasión no se produjeron ni las pérdidas humanas ni las navales de la ocasión anterior. Sin embargo, siete navíos conseguirían llegar a Falmouth para desembarcar a 400 soldados que se atrincheraron en la zona en posición de combate. Transcurridos unos días, y tras comprobar que la invasión se había frustrado y que los refuerzos no llegaban, reembarcaron. Se podría calificar de desembarco fallido, pero allá estuvimos. El golfo de Vizcaya se mostraba una vez más como una fiera abisal e indomable.
Cerca de 4.500 hombres perfectamente entrenados, tercios duros y bragados, tomarían posiciones sólidas
La guerra de resistencia de los irlandeses y finalmente el Tratado de Londres, muy beneficioso para nuestras armas, saldaría favorablemente para los peninsulares la Guerra anglo-española. Probablemente habría que haber rematado, pero fuimos generosos.
Nuevas acciones contra Inglaterra
Para el año 1601, España debía un favor de palabra a los entregados irlandeses que no solo habían colaborado en la crucial derrota del turco en Lepanto, sino que batallaban en los diferentes frentes que la Corona española tenia abiertos a lo largo y ancho del mundo. Esto obligaría a Felipe III a contribuir a la financiación y apoyo de los insurrectos irlandeses en su batalla sin fin contra los invasores ingleses. Finalmente una expedición militar comandada por el ilustre Juan del Águila desembarcaría erróneamente en el sur de la isla en otro punto distinto a Cork, llamado Kinsale.
Cerca de cuatro mil quinientos hombres perfectamente entrenados, tercios duros y bragados, tomarían posiciones sólidas. Pero quiso la mala fortuna que los invasores españoles fueran sitiados y que los irlandeses que iban a servir de apoyo y guía no aparecieran en el momento adecuado, lo que implicaría unas tablas técnicas con los ingleses, afortunadamente negociadas de buena manera por ambas partes.
Más tarde, cerca de un siglo después, un aciago tratado, el de Utrecht, que pondría fin a la guerra de Sucesión española, beneficiaría enormemente a Inglaterra, perjudicando de manera rotunda a España. No sólo se perdieron los Países Bajos y las posesiones italianas en las que se estaba presente desde la Edad Media, sino que además, Gibraltar y Menorca dejarían de ser parte nuestro solar patrio. Un desastre para un imperio sobreexpandido que por primera vez recibía una advertencia seria. Al otro lado del Cantábrico había un competidor de altura y a tener en cuenta.
Retrato de Felipe V dibujado por Louis-Michel van Loo
Pero el descontento y la frustración anidaban dentro de la resaca de la derrota. Felipe V, intentaría darle la vuelta a ese tratado mediante operaciones encubiertas y alianzas militares.
En beneficio de nuestros actuales socios comunitarios, hay que recordar que siempre fueron unos adversarios dignos. Ya en el año 1596, el almirante Howard llegó a saquear Cádiz con una casi absoluta impunidad, aunque en 1626, en otro intento, saldrían severamente escaldados –por no calificar de hecatombe– la acción de la flota inglesa.
En 1589, el pirata Francis Drake dirigiría una expedición (la Contraarmada) hostigando los puertos de La Coruña y Lisboa aprovechando la ventaja estratégica ocasionada por el fracaso del año anterior de la Felicísima Armada. Aunque las tropas inglesas llegarían a pisar suelo ibérico, sufrirían un descalabro descomunal y en consecuencia, sendas derrotas. Las pérdidas en hombres, barcos y dineros de Drake y de su belicosa reina superaron sobradamente las de Felipe II el año anterior en su infortunada experiencia contra los elementos.
Último asalto
El último desembarco español en las islas Británicas ocurrió en Escocia. Del Tratado de Utrecht que puso fin a la guerra de Sucesión española, el país más beneficiado sin duda alguna, fue Inglaterra y la más perjudicada, España. En cuanto se hicieron las paces, el nuevo rey, el Borbón Felipe V, no dejaría de trajinar hasta conseguir la revancha.
En aquella época, en Inglaterra reinaba Jorge I (1714-1727) de la dinastía alemana de los Hannover. Ciertamente no era un monarca muy popular, y era rechazado por los irlandeses, escoceses y católicos ingleses. Su presuntuoso afán de hablar en alemán a sus súbditos insulares le granjearía una galopante impopularidad. Llegaría al poder tras ningunear los innumerables derechos sucesorios de los católicos locales. Los Estuardo y sus numerosos partidarios, los jacobitas, a través de Jacobo III hijo del a su vez derrocado padre, pedían a las cortes católicas continentales, ayuda para recobrar su trono.
Felipe V, intentaría darle la vuelta a ese tratado, mediante operaciones encubiertas y alianzas militares
Allá por el año del señor de 1719, Felipe V y el cardenal Alberoni, descontentos con la tijera de Utrecht, acordarían con exiliados y agentes británicos e irlandeses la invasión de Inglaterra y el derrocamiento del monarca teutón que a la sazón llevaba las bridas del imperio aspirante a derrocar al hegemón hispánico. La clave consistía en enviar una restringida fuerza naval a Escocia, con tropas y armas para los apaleados jacobitas. La idea consistía en tender una celada una vez que el ejército inglés hubiera marchado hacia el norte cruzando la Muralla de Adriano. Entonces, una fuerza naval de más envergadura, con unos 5.000 soldados y 30.000 mosquetes, desembarcaría en Gales o en Cornualles y armaría a los jacobitas y todos juntos y contentos, marcharían hacia Londres.
Lo cierto es que la flota grande no pudo zarpar de La Coruña a su debido tiempo dada la habitual mala mar en la época en cuestión, pero la expedición destinada a Escocia y formada por dos fragatas y 307 infantes de marina con 2.000 mosquetes, había salido días antes de San Sebastián. El cuatro de abril, las dos fragatas arribaron a la isla de Lewis, la más grande del archipiélago de las Hébridas y se apoderaron de su capital. Hasta ahí, todo iba razonablemente bien aunque el desfase con los objetivos hacía presagiar lo peor.
Batalla de Glenshiel
La pérdida de imagen y el deterioro militar galopante de España en beneficio de Inglaterra era más que patente. En aquel momento, Gran Bretaña enfrentaba una cruenta guerra civil debido a las pretensiones dinásticas al trono de Jacobo III Estuardo, último rey católico de Inglaterra. A este conflicto se añadía la derivada de las constantes revueltas nacionalistas en Escocia, que eran el pan nuestro de cada día.
Alberoni, cardenal ínclito y asesor de Felipe V, decidiría pasar a la acción ante el deterioro flagrante del prestigio del coloso que éramos y de los titubeos del monarca a la hora de tomar decisiones de transcendencia. Y pasamos a la acción.
Originalmente el plan del cardenal Alberoni constaba de dos fases. En la primera de ellas, se infiltrarían en Escocia 300 infantes de marina españoles con el fin de levantar a los clanes del oeste. Esta maniobra de distracción tenía como objetivo obligar a los ingleses a llevar más tropas y barcos hacia el norte, dejando desprotegido el sur de la isla.
La batalla de Glenshiel fue el último combate en el que los británicos se enfrentaron contra fuerzas extranjeras en su propia isla
Pero el fracaso en las adhesiones de los highlanders, poco motivados ante las perspectivas de un escarmiento inglés y la falta de noticias del desembarco de los españoles en el sur de la isla, mermó notablemente el entusiasmo bélico de los locales. Habida cuenta de que el ángulo de optimismo se iba reduciendo por momentos, una buena parte de los españoles se parapetaron en el castillo de Eilean Donan, fortaleza emplazada en un paraje de ensueño y conectada a tierra firme por un puente de piedra que penetraba profundamente en el gélido Lago Alsh.
Los británicos enviaron un importante destacamento naval que fue recibido con poca cortesía. Como respuesta, un bombardeo atroz y sostenido durante una semana, acabaría caducando los tímpanos de los sitiados y rindiendo el castillo. Los partidarios del Estuardo serian ejecutados, acusados ipso facto por alta traición y los españoles llevados a las fragatas y conducidos cerca de Edimburgo, donde serían encarcelados hasta la espera de un oportuno trueque.
La batalla de Glenshiel fue el último combate en el que los británicos se enfrentaron contra fuerzas extranjeras en su propia isla. El 10 de junio de 1719, en Escocia occidental, las fuerzas reales británicas derrotaron a varios clanes jacobitas escoceses e infantes de marina españoles tras una cruenta lucha que duraría hasta cerrado el día.
El año 1719 marca el punto de inflexión de la elasticidad del imperio español. La presión coordinada de los frentes abiertos, el coste económico y humano de las continuas guerras, el declive del empuje colonizador, y todo ello sumado a la increíble incompetencia de las cabezas pensantes, sellan un nuevo orden estratégico internacional en el que de a poco nos iríamos difuminando.
El mar salvador que protegió a Inglaterra cual muralla invisible, fue a su vez la tumba de muchos marinos españoles y de un sueño quebrado por los elementos.
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