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Una arriesgada carga de caballería encabezada por Farnesio sirvió la victoria española: «Alejandro, acordándose del antiguo romano, se arroja en un hoyo para sacar de él una cierta y grande victoria hoy»
La Guerra de Flandes, también conocida como Guerra de los 80 años, vivió el momento más comprometido para los intereses hispánicos en el año 1576. Lo que había comenzado como una rebelión de carácter religioso contra Felipe II, sobre todo en la zona norte de los Países Bajos –las provincias Zelanda y Holanda–, evolucionó en una desobediencia general tras la repentina muerte del gobernador Luis de Requesens y el motín de las tropas en 1576. A la llegada del nuevo gobernador designado por el Rey, Don Juan de Austria, la posición española era crítica, casi irreversible. Un día después de que el hermanastro del Rey pusiera tierra en Luxemburgo, el Saqueo español de Amberes predispuso a todas las provincias en contra de «los extranjeros». La labor del héroe de Lepanto se presumía hercúlea y, aunque el Monarca no estaba todavía dispuesto a aceptarlo, iba a requerir hasta el último hombre de los temidos tercios.
Para recuperar la fidelidad de los nobles moderados y bajo las instrucciones del Rey, Don Juan de Austria retiró a los tercios españoles del país en abril de 1577. Pagó los atrasos a los soldados con el dinero que el Papa Gregorio XIII le había entregado tras la batalla de Lepanto y pidiendo varios préstamos personales. Además, firmó el Edicto Perpetuo, un documento que eliminaba la Inquisición y reconocía las libertades flamencas a cambio del reconocimiento de la soberanía de la Corona española y la restauración de la fe católica en el país. Pero lejos de respetar lo firmado, Guillermo de Orange insistió en su rebelión y buscó la forma de eliminar a Don Juan de Austria, cuya estrategia de pacificación amenazaba con echar al traste sus planes.
Con solo una veintena de soldados bajo su cargo y reducido a ser un títere político, Don Juan de Austria abandonó Bruselas apresuradamente y se refugió por sorpresa, abusando de la invitación de su castellano, en la fortaleza de Namur (hoy en la región belga de Valonia), desde donde pidió sin éxito ayuda a Felipe II. «Los españoles están marchándose y se llevan mi alma consigo, pues preferiría estar encantado de que esto no suceda. Ellos (la nobleza local) me tienen y me consideran una persona colérica y yo los aborrezco y los tengo por bravísimos bribones», escribió Don Juan de Austria a su amigo Rodrigo de Mendoza sobre la situación desesperada que estaba viviendo. Después de suplicar por el envío de tropas, el Rey autorizó el regreso de los tercios españoles a finales de 1577.
El hijo bastardo de Carlos I de España celebró el regreso de los tercios con gruesas palabras: «A los magníficos Señores, amados y amigos míos, los capitanes de la mi infantería que salió de los Estados de Flandes. [...] A todos ruego vengáis con la menor ropa y bagaje que pudiéredes, que llegados acá no os faltará de vuestros enemigos».
El regreso a Flandes quedó empañado por la muerte del maestre de campo Julián Romero
En Namur comienza la reconquista de Flandes
A principios de 1578, el año de la venganza española por las afrentas contra el gobernador de Flandes, Don Juan de Austria se trasladó de Namur a Luxemburgo, donde los tercios españoles se congregaban junto a tropas locales y mercenarios extranjeros. En total, las fuerzas hispánicas sumaban 17.000 hombres, lo cual inspiró cierto temor en los rebeldes, que comenzaron a pedir ayuda a Francia, Inglaterra, Alemania y a cualquier país que quisiera «quemar las barbas del Rey español». Pero era tarde, la maquinaria de los tercios ya estaba en marcha.
Un ejército reclutado a toda prisa por los Estados Generales de los Países Bajos se amparó en su superioridad numérica, 25.000 hombres, para dirigirse a Namur, donde Don Juan de Austria había regresado acompañado por los 17.000 soldados. Guillermo de Orange, que mantenía el control político de prácticamente la totalidad de los Países Bajos –incluidas las provincias católicas–, consideraba que la mejor oportunidad para atacar a los españoles era ahora, después de una larga travesía y un periodo de inactividad. No en vano, quizá calculando sobre el terreno que el número daba igual frente a la calidad de las tropas allí congregadas por los españoles, los rebeldes decidieron finalmente retroceder en dirección a Gembloux. Allí tuvo lugar la batalla, un 31 de enero de 1578. No sin antes, en la noche previa al combate, añadir Don Juan de Austria al estandarte real que portó en la batalla de Lepanto la frase: «Con esta señal vencí a los turcos, con esta venceré a los herejes». La confianza del español en la capacidad de sus tropas rozaba la arrogancia.
La confrontación comenzó con una escaramuza encabezada por Octavio Gonzaga, otro de los hombres de confianza de Don Juan de Austria, a la cabeza de 2.000 soldados con el fin de entretener al grueso del ejército enemigo. Con tan mala suerte para los rebeldes que, yendo más lejos de sus instrucciones, las tropas de Gonzaga empezaron a hacer retroceder la línea enemiga. Temiéndose que el enemigo se abalanzara de golpe como respuesta, Don Juan de Austria ordenó a un capitán llamado Perote, cuya compañía se situaba en la vanguardia y seguía avanzando, que retrocediera. Indignado, pues pensó que le trataban por un cobarde, Perote contestó de malas maneras, sin retroceder un palmo, «que él nunca había vuelto las espaldas al enemigo, y aunque quisiera no podía».
«Alejandro se arroja en un hoyo para sacar de él una cierta y grande victoria»
Una victoria de la caballería: 10.000 bajas
Las repetidas cargas seleccionadas quirúrgicamente por Alejandro Farnesio pusieron en fuga a la caballería rebelde, superior en efectivos pero no en experiencia. En su desordenada huida, la caballería se estrelló con la infantería que permanecía encajonada a su espalda, de manera que «en parte la estropearon, y del todo la desampararon». Junto a la infantería española que fue en su apoyo, sobre todo los hombres de Gonzaga, la caballería arrebató al enemigo 34 banderas, la artillería y todo el bagaje. En su desesperada fuga, unos en dirección a Bruselas y otros hacia la fortificación de Gembloux, se produjeron la mayoría de las bajas enemigas: más de 10.000 entre muertos y capturados. Como demostración de la enorme distancia que separaba a ambos ejércitos, la mejor infantería de su tiempo, la española, solo contó una veintena de bajas en aquella jornada.
Al finalizar la batalla, Don Juan de Austria reprochó a Alejandro Farnesio que había arriesgado su vida «como si fuera un soldado y no un general». El Rayo de la Guerra replicó a su tío que «él había pensado que no podía llenar el cargo de capitán quien valerosamente no hubiera hecho primero el oficio de soldado». Un incidente que, sin embargo, no afectó a la amistad entre ambos familiares, quienes enviaron a Felipe II dos cartas por separado atribuyéndole enteramente la victoria el uno al otro.
La batalla de Gembloux sorprendió a Guillermo de Orange y al resto de cabecillas de la rebelión festejando en Bruselas que el poder del Imperio español había quedado reducido a controlar Luxemburgo y la ciudad de Namur. No imaginaban que su ejército pudiera mostrarse tan frágil frente a los españoles. Cuando llegaron los rumores de lo que había ocurrido, abandonaron Bruselas y se refugiaron en Amberes sin esperar a que se confirmara la derrota. Don Juan de Austria continuó hasta su extraña y fatídica muerte en octubre de ese mismo año con la ofensiva, avanzando de victoria en victoria por la provincia de Brabante, y posteriormente cedió el testigo a Alejandro Farnesio, que valiéndose de una mezcla de fuerza y dialogo fue el general español que más cerca tuvo la victoria final. Solo Felipe II y su mesiánico empeño por inmiscuirse en todos los frentes posibles (Flandes, Portugal, Inglaterra, Francia…) pudieron diluir la obra que Farnesio inició en Gembloux.
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